martes, 14 de marzo de 2017

Mis libros, mi viaje. Departamento de Lengua castellana y Literatura.



De izquierda a derecha, detrás, Maite, María José y Paco.
 Delante, Mari Luz, César, Juan y Coro

           Estos que están aquí, páginas de papel, y de agua y de aire que llena los pulmones, son nuestros libros, porque los hemos robado a la historia, porque se hicieron nuestros el día que entraron en nuestras casas, como fragmentos de libros de textos que una profesora nos leyó primero, después en su forma de ahora, con nuestras voces juveniles que querían que las palabras fueran sólo nuestras y de nadie más. Aunque hablábamos de ellos en los bares, en las mesas de los futbolines, en las gradas de las escaleras de una catedral. 
Luego fueron todos los libros, cuando nos hicimos profesores, para entregarlos a los jóvenes que queríamos que fueran airados, para dárselos a las muchachas que buscaban en el mundo poder contar, melenas al viento, lo que les pasaba por dentro cuando todo callaba. Son nuestros y los entregamos dejando de lado los participios de presente y los subjuntivos, y el género de algunos sustantivos. Y así, nuestras clases se han llenado de la figura de don Quijote (¿o era de Cervantes?) huir sin saber a dónde, y en ese viaje hemos aprendido qué es la libertad y la imaginación y la derrota, y la falta de fuerzas y la justicia y la edad dorada.
Y hemos sabido que el hidalgo Alonso Quijano, o Quesada o Quijada, juega a ser don Quijote, y que en Dulcinea se hacen verdaderos los imposibles quiméricos atributos que dan los poetas a sus amadas. También hemos estado junto a Lázaro de Tormes callando ese que si sí y que si no que dicen por toda la ciudad de Toledo, y hemos sabido de la falsa honra, y de la apariencia, y del miedo, y lo hemos escondido todo, porque tenemos tanto miedo, sobre un lecho de pajas, emparedado, en Barcarrota. Y para acallar el silencio desde la niñez tenemos la música del romancero en nuestras bocas y nuestros oídos. Y sabemos del dulce finar del Conde Niño y de la tristeza de amor (un juego cruel), y de la rabia por la pérdida de Alhama: era una flor nueva de romances viejos que nos pusimos en la solapa, una tarde de viernes. Y ahora, mucho, mucho después, una reina nos ha mandado renovar el dolor y hemos tenido que volver a contar la historia de Eneas con nuestros labios abiertos, con nuestras voces silenciosas, mientras nuestros cuerpos se convertían en horribles escarabajos ante los ojos de todos, los nuestros los primeros. Hemos sentido con Celestina, porque nosotros éramos jóvenes, muy jóvenes, que la vejez era choza sin rama que se llueve por cada parte y cayado de mimbre que con poca carga se doblega. Pisamos las calles de nueva York al lado de monos que golpeaban sus traseros con cucharas contra la podredumbre de una ciudad (Oh Harlem, oh Harlem) que nos hablaba de un mundo de música y dolor. Y había un pozo, lo recordamos muy bien. Entre aquellos libros vimos a un maestro, alférez provisional, que entraba en la escuela sobre un caballo, como un santiago,  y ponernos al final  de la clase y llamarnos Alburquerque; y allí en las páginas, hoy tan amarillentas de aquella edición,  encontramos el dolorido sentir de dos pastores, Salicio y Nemoroso juntamente, y el sol que relumbra en vano junto al Tajo, allí lejos, en un río que nunca habíamos visto, y por eso lo hicimos nuestro y luego suyo. En aquellos libros estuvimos en un palacio de cartón y lata, y dormimos con una servidora de la noche, maga de nuestra tristeza dolorida, que halló el secreto de la eterna juventud en mil catres distintos.  Y mientras en aquella ciudad se dormía la siesta, o se descubría el hielo, Pedro Crespo hacía suya la justicia del rey, porque es villano y honrado, e Isabel bella y humillada.
 Y al acabarse todo, en la puerta de ese quinto cielo que tenemos frente a nuestras narices, hemos visto morir a Max Estrella, aquel poeta de odas y madrigales, ciego, hiperbólico, humorista, lunático, y altanero.  Y muere para que nosotros sigamos viviendo, libro tras libro, y vivir como quiso Sancho, que la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía.  Viva leer.


2 comentarios:

  1. ¡¡¡Vaya pedazo de equipo!!! ¡Y cuando os ponéis estupendos ya si que no hay palabras!

    ResponderEliminar
  2. Preciosa reseña de vuestra selección. Dan ganas de que la literatura vampirice el tiempo y el seso.

    ResponderEliminar